las palabras no son carne ni sombra. Son susurros que nacen en el viento y mueren en el papel. Pero si alguna de ellas lleva un latido, es el tuyo.
Por Ehab Soltan…… De (Limonero2)
Hoylunes —¿Quién es ella?
Su voz era un hilo de tormenta retenida, una grieta en la calma de la noche.
La pregunta no necesitaba repetirse. Flotaba en el aire como el perfume de una flor marchita, como la sospecha de un incendio antes del humo.
Diana estaba de pie en la penumbra de mi estudio, sosteniendo entre sus dedos una hoja de mi manuscrito, temblorosa como un eco antes de disiparse.
—¿Quién es quién? —pregunté sin levantar la vista de la lámpara que iluminaba mis palabras recién nacidas.
—La mujer que respira en tu escritura. La que existe en cada línea con la intimidad de un secreto. Dime, ¿quién es?
Dejé la pluma con la delicadeza de quien deposita un puñal sobre la mesa. Conocía bien ese campo de batalla: la frontera invisible entre la musa y la esposa, entre el delirio y la carne.
Me levanté con la lentitud de una marea que obedece a la luna.
—Amor mío… no hay otra.
Ella me miró, su silueta dibujada por la luz incierta de la lámpara.
—No quiero promesas sin raíz. Quiero la verdad.
Nos sentamos al borde de la cama, dos faros en una tempestad silenciosa.
—Diana —murmuré, las palabras no son carne ni sombra. Son susurros que nacen en el viento y mueren en el papel. Pero si alguna de ellas lleva un latido, es el tuyo.
—Entonces dime —su voz era un filo de cristal, ¿por qué siento que me compartes?
Tomé su mano y la llevé a mi pecho, donde mi corazón latía con el tambor de una verdad insobornable.
—Porque no bailo sobre otras cuerdas, ni canto sobre otra partitura. No soy un arma de conquistas, ni un mercader de pasiones. Todas mis guerras han terminado, todas mis armas han sido enterradas bajo el polvo del tiempo.
Ella cerró los ojos y respiró hondo, como quien se sumerge en un océano incierto.
—¿Entonces qué somos tú y yo?
Acaricié su mejilla con la ternura de quien toca un pergamino sagrado.
—Somos un poema que el cielo escribió con su propia luz.
Las dudas no se disipan con palabras, se desgastan con el roce de la verdad.
—Dime algo —susurró ella. ¿Nunca te ha tentado otra mujer?
Sonreí con la melancolía de un sol en el ocaso.
—Tentación… El mundo está sembrado de belleza, pero en la multitud solo florece tu rostro. Las modelos hacen temblar a los espejos, pero no he abrazado un cuerpo de mármol. Las estrellas estampan su firma en las sombras de los demás, pero cuando miro al frente, solo veo tu reflejo.
Diana se mordió el labio, debatiéndose entre la razón y el anhelo de creerme.
—No lo entiendo…
Me incliné hacia ella, dejando que mi aliento tejiera la distancia entre nosotros.
—Déjame explicarlo de otra forma… Conozco bien el camino a las torres de las palomas. Sé quién me amamantó con la leche del amor, quién puso en mi boca las palabras más dulces.
Ella me miró con ojos oscuros y profundos, atrapada en la red de mi voz.
—¿Qué intentas decirme?
Sonreí con la serenidad de quien confiesa un misterio.
—Explícame tú… ¿cómo podría escapar del pecho de mi madre? ¿Cómo podría alejarme del sol que nace en su risa?
Ella parpadeó, sorprendida por mi metáfora.
—¿Me estás comparando con tu madre?
Mi sonrisa se volvió un susurro de nostalgia.
—Quizás… Porque cada mujer que he amado tenía que parecerse a ella. No en su rostro, no en su voz, sino en la forma en que acariciaba mi alma.
Diana me abrazó con la fuerza de quien teme perderse en la bruma de lo intangible.
—¿Prometes que siempre seré yo?
Besé su frente con la devoción de un peregrino ante su destino.
—No soy un Casanova. Nunca lo fui. No hay cuerpos que se hayan derretido en el ácido de mis deseos. Siempre he sido un hombre de una sola mujer. Un amante de una sola piel.
—¿Lo juras?
—Lo juro… porque creo en el monoteísmo del deseo.
Diana cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, su tormenta interior encontró la calma.
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